Amor en el frente
María José Omaña y María Isabella Espinosa
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La lucha no solo se libra desde el campo de batalla, en medio de heridos y municiones. Se libra, en muchas ocasiones, desde la distancia, en la oscuridad, de rodillas y con lágrimas en los ojos mientras se recitan plegarias, esperando eternamente para que ese esposo y compañero vuelva a casa.
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María José Omaña | Dedicatoria
Penélope viaja con Ulises
El sonido de las botas a lo lejos entra por la pequeña puerta de la habitación. Las chicharras unen su canto a lo que podría ser el himno nacional. Ana se levanta de la cama y afina el oído. Realmente es el himno. La brigada prepara su día.
Ana sale al patio de la casa. La sala de estar aún tiene 12 cajas de las 16 que trajeron, todavía sin desempacar. La mira pensando en el trabajo que le espera el resto de la tarde. La mañana no fue productiva porque los 32 grados de temperatura no le permitieron hacer mucho.
El sol se esconde, y José aún no va a la casa. Una foto del año 1999, del día de su matrimonio, se asoma entre las mesitas de noche y las lámparas de la habitación. Ana no alcanza a tomar la foto que está en el último rincón de la caja de cartón. La caja de cartón que hoy parece ser su hogar. Están en Tame, al norte de la Orinoquía, una zona rica en petróleo en la frontera con Venezuela. Allí no solo era la sede de Occidental Petroleum, compañía estadounidense, sino el epicentro de una disputa violenta por el territorio entre los grupos armados y el Ejército colombiano.
De acuerdo con Amnistía Internacional, 405 personas fueron asesinadas en Tame entre 2001 y 2003 en hechos de violencia relacionada al conflicto armado. El pueblo tenía 55 mil habitantes. El sonido de las alarmas hizo que Ana parara de intentar alcanzar la foto. La luz se fue. Los gritos aumentar. Los radios empezaron a sonar. La guerrilla estaba intentando tomarse la brigada. “Tocó salir corriendo en el carro. José llamaba a decir que éramos nosotros, que no nos dispararán. Yo pensé: se acabó el mundo”, recuerda Ana.
Antes de la partida
Ana conoció a José, cuando él era oficial de alto rango. La selva y los campos de batalla estaban lejos de la función que en ese entonces él cumplía dentro del Ejército. A su negrito lo rodeaban documentos, escritorios y muchas tareas pendientes. Los números de los hombres heridos y muertos en combate se reducían a eso: cifras. Nada de balas que rozaran la persona a la que cubría el uniforme de la patria. Pero llevar este uniforme no podía limitarse a la ciudad, pues en las periferias, lejos de los documentos, los escritorios y las tareas pendientes, es donde más se entona el lema de “Honor, disciplina y victoria”.
Ana se graduó de Arquitectura. Le apasionaba pintar, y lo que no podía expresar con palabras lograba plasmarlo en sus lienzos. Años después, una casa color terracota frente al mar, alejada de esa guerra en la que estaba inmersa, su esposo y su familia es lo que se ve en una pintura que observa fijamente, sentada en el escritorio de su marido. Lejos de tejer de día y destejer de noche, como Penélope mientras esperaba a Ulises.
Troya llama a la puerta
Las luces y las guirnaldas adornaban la ciudad. Esperaban con ansias los regalos. El reloj marcaba las 12, dándole la bienvenida al 2005. Para Jerónimo, de solo 2 años, era una fecha especial: por fin sus padres estarían juntos en casa. Algo que para muchos es usual, pero que, para el pequeño Jerónimo, era un regalo mucho más importante que cualquier otro. Pero este no era el único regalo de la familia. Ana cumplía ya 8 meses de embarazo de su segunda hija. Lo que no esperaban que el fuego y la muerte tocara de nuevo sus puertas.
Con tan solo 8 días de anticipación, José recibió el aviso de que sería trasladado a zona de guerra. Una zona que, precisamente en 2005, vivía una lucha cruenta entre Ejército, guerrilla y paramilitares, y en la que José debía no solo enfrentar la insurgencia, sino la posibilidad de no regresar a su hogar. 8 días. Ese fue el tiempo que tuvo Ana para despedirse. 8 días en los que el llanto se apoderó de ella frente a la posibilidad de tener que responsabilizarse de sus hijos sola y afrontar el parto con su esposo ausente. Las cifras eran, además, motivo suficiente para alarmarse. En Colombia, entre el 2002 y 2006, 20.102 personas murieron o desaparecieron por violencia sociopolítica en Colombia. De ellas, 8.810 perdieron la vida en medio de combates, de acuerdo con cifras de la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP.
“Parecía una película. Ver a José caminar en la pista hacia el avión con su equipo, yo agarrada de la mano con Jerónimo y con Sara en mi barriga, no hacía más que llorar”, cuenta Ana al recordar, con los ojos aguados, el momento que significó un punto de quiebre. A lo lejos, en la pista, podía ver a quienes serían los compañeros de José durante 3 años y, a sus espaldas, estaba su familia acompañándola. Dice que sentía miedo, mucho miedo. “Le pedí a mi fortaleza de siempre: ‘Dios, ayúdame. José se va a cumplir su misión. Llévalo y tráelo con bien que yo aquí me fortalezco’”, imploraba Ana. “O sigo llorando toda mi vida, o me calmo aquí ya”, era lo que se repetía para conseguir la valentía que en ese momento no tenía. Pero apretando profundo la mano a su hijo, supo que la tendría.
Sin embargo, ese vigor flaqueó por el camino, especialmente cada vez que tenían que volver a despedirse de José cuando venía de licencia y de visita, que no eran habituales. Lo que golpea en cualquier despedida es la incertidumbre de no saber si habrá un próximo encuentro. “Al despedirnos, siempre esperaba hasta el último momento, cuando se perdía a lo lejos”, cuenta Jerónimo todavía con desasosiego.
La ausencia de Ulises
Pasaba el tiempo. Ana criaba a sus hijos en Bogotá y José se conectaba con ellos desde lejos con pequeños detalles. Los niños iban creciendo y Ana se afianzaba en su nueva cotidianidad. Aunque esa primera infancia de sus hijos estuvo sola, tuvo una red de apoyo: su madre, sus primas, sus suegros y familiares. José, por su parte, lograba mantener a los suyos a su lado por medio de fotos que evidenciaban su transformación, quizás intentando que los niños no lo vieran como un extraño en cada encuentro. Los pocos días que volvía de visita recargaban a la familia y les permitía adaptarse a esa forma de convivencia inusual. “José estuvo siempre muy presente, siempre muy presente”, recuerda Ana.
Sin embargo, siendo muy pequeño y estando rodeado de niños cuyos padres no tenían una misión como la de José, a Jerónimo le costaba comprender la ausencia del suyo, sobre todo en las fechas significativas. Luego de ver tantas veces su silla vacía y las cartas de felicitaciones entregadas con meses de retraso, el pequeño prefería quedarse en casa para evitar el dolor que le provocaba saber que su padre, a quien admiraba y consideraba su héroe, no podía acompañarlo.
Jerónimo recuerda la emoción que sentía cada vez que veía a alguien portando un uniforme camuflado, porque podía ser José. Siendo niño, vio uno con su apellido bordado en hilo plateado en el pecho en la puerta de su colegio un Día del Padre. Jerónimo sintió que su corazón se detuvo. “¿Será él?", pensó. Estaba feliz porque finalmente lo acompañaría en una celebración, algo que había deseado tanto. Corrió lleno de emoción dispuesto a reencontrarse con su él, pero, al llegar, se derrumbó. Ese no era su papá, sino un familiar de un compañero, que ha tenido cargos administrativos, que le permitían estar siempre en Bogotá, “Para mí era muy difícil verlo porque portaba un uniforme que decía mi apellido, pero no era mi papá”.
Novedades en el frente
Al compararse con sus compañeros, Jerónimo siempre sentía lo distinta que era su vida familiar. "Mis vacaciones estaban marcadas por el lugar donde estuviera destinado mi papá. Donde él estuviera, nosotros llegábamos”. Es así como, en la navidad del 2017, la familia decidió visitar a José en Norte de Santander.
Semanas después del “¡Feliz año!” cuando el batallón en el que se encontraba la familia fue atacado con cilindros bomba. José recibía mensajes a través de su radio, y la amenaza del enemigo se sentía cada vez más cerca. “Tienen que salir ya de aquí", le informó José a su esposa en medio del caos, sumido en la angustia de saber que su familia estaba en peligro. Llevándose las manos a la cabeza recibieron la noticia de que no había helicópteros disponibles para sacar a su familia del pueblo. Debían atravesar el pueblo en carro para llegar a la pista aérea más cercana, pasando por las zonas que gobernaban los grupos armados que los atacaban.
Ya de camino, las llantas de más de 5 carros que componían la caravana que protegía a la familia levantaban con su velocidad nubes de arena que intentaban esconder aún más la identidad de los pasajeros. José se encontraba en el asiento de copiloto y, en la parte de atrás, estaba Ana y sus dos hijos. “Me daba mucho miedo la manera en las que las personas se quedaban viendo los carros. Ellos sabían que mi papá estaba ahí”, recuerda Jerónimo. Cualquiera podía anunciar su paradero a los criminales que lo habían amenazado de muerte. "¡Ahora!”, exclamó José, e inmediatamente Ana sujetó con fuerza las cabezas de Jerónimo y Sara, obligándolos a esconderse aún más y acurrucarse junto a ella pues, cuanto más se aproximaban al pueblo, mayor era la posibilidad de atentado.
Finalmente, José logró dejar a su familia, sana y salva, en la pista del pueblo, donde tomarían un avión que los llevaría a la seguridad de la capital. Otra vez se repetía la historia de las despedidas, pero esta se hizo más dolorosa, porque por primera vez habían vivido en carne propia los peligros a los que el padre de esta familia se enfrentaba todos los días. “Lo único que mi papá nos pedía era rezar por todos los soldados que estaban heridos o que habían muerto, y nos pedía que rezáramos por él cuando estaba en combate”, cuenta Jerónimo. “A través de la oración nos uníamos a lo que él hacía".
Ítaca, el paraíso
Los años siguieron pasando. Jerónimo y Sara, ya en la universidad, recompensaban todos los esfuerzos y obstáculos que Ana había tenido que sobrellevar. “Ya esa misión que teníamos como padres, la misión de formar, misión de levantar a nuestros hijos, estaba cumplida. Ya la responsabilidad de vivir la libertad con sabiduría, con equivocaciones, con logros, es de cada uno de ellos”, afirma Ana, con la nostalgia propia de las madres. En esta nueva etapa, ella realmente anhela tener a José a su lado, para empezar a envejecer juntos.
Al finalizar la pandemia, lo llegó a ver como una posibilidad real. Por su antigüedad en el Ejército, José venía recibiendo cargos cada vez más tranquilos, seguros y, principalmente, con sede en Bogotá, lo que les permitió estar juntos por mucho tiempo. Pudieron vislumbrar su retiro y, con él, el regreso al origen. Pero en 2022 ella entendió que esto estaba lejos de ser su realidad.
José fue llamado de nuevo al servicio, lo que incluyó viajar fuera del país, lo cual ha disminuido, aún más, el tiempo con su esposa y sus hijos. “Ahí si casi colapsé. Ya en este punto de la vida y, todavía, José fuera de la casa…” se lamenta Ana. “Pero aquí seguimos por el amor a su patria”.
José hace estos sacrificios por proteger al país que tanto ama, pero a Ana le cuesta no sentir angustia. Dice que se desespera todavía cada vez que se despiden. “Mi mamá ya quiere descansar”, sostiene su hijo Jerónimo. "Tener que empacarle la maleta a su esposo nuevamente, cuando él ya había regresado, le dolió mucho. No quiere quedarse sola otra vez”. Ella no es como la Penélope de la Odisea, que esperaba a Ulises tejiendo la red durante el día y destejiéndola en las noches, pero a veces así se siente.
Después de 40 años de servicio, ahora la pregunta es qué vendrá para ellos. Ana espera que José, como Ulises, logre el regreso total a su familia, para completar ese hogar incompleto. Y que, con suerte y tiempo, se cumpla la casa terracota frente al mar, la que sostiene en una pared de su oficina.
Nota: Los nombres fueron ocultados por la seguridad de las fuentes.