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Deseos de esperanza y superación 

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Krystina Cabrales R., Comunicación Social y Periodismo

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¿Qué pasa con aquellos reincorporados del conflicto armado que han tratado de volver a la sociedad?

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Tomada de semana.com

Eran las seis de la tarde, el día ya se había vuelto noche y todos en el pueblo estaban resguardados en sus casas. Un joven, de unos 13 años aproximadamente, apareció entre el silencio sepulcral y los rastros de temor que dejaron atrás los habitantes del lugar. El chico, que respondía al nombre de Jorge, había llegado a un pueblo llamado “El Bagre”, perteneciente al departamento de Antioquia, sin nada más que algunas ropas y las ganas incansables de trabajar para conseguir un mejor futuro para él y su familia. Jorge no conocía a nadie, pero sabía que en ese sitio había más violencia y conflicto de lo que se puede documentar.


A esa hora, los paramilitares de la zona hacían su recorrido por el pueblo, revisando que todo estuviera como debía. Se encontraron con el niño perdido, frente a frente. Jorge, de piel morena, estaba blanco del susto al pensar que estos podrían ser sus últimos minutos de vida.


En el pueblo desconocido, Jorge casi fue reclutado por los paramilitares de la zona, ya que estos se dieron cuenta de que él no pertenecía al pueblo. Marta, una madre de familia bagreña, tuvo que mentirles a los hombres para poder salvar al niño de un trágico destino.


Un comienzo inesperado


El conflicto armado puede aparecer en la vida de las personas de diversas maneras. Para unos porque se llegó a un lugar repleto de violencia, sólo por querer buscar una mejor vida. Para otros, de una forma más directa, con hombres que vienen a las casas cargados de armas y sacan a quienes desean para reclutarlos.


Pero no todos tienen la buena suerte de Jorge. Carlos, a quien llamaré así porque no quiso que su identidad fuera revelada, tuvo que soportar el ser arrancado del seno de su familia cuando sólo contaba con 12 años. Duró más de 7 en campamentos y combates sin poder ver a su familia. ¿Cómo es posible que recluten personas tan pequeñas, como Carlos, o como lo quisieron hacer con Jorge, para fines tan violentos?


Pero esta fue una realidad que se vivió por mucho tiempo en nuestro país, afectando a miles de niños al igual que a Carlos. Según un informe del diario El Espectador, que fue publicado en 2016, entre 14 mil y 17 mil menores eran reclutados anualmente por los grupos armados ilegales en
Colombia, es decir, el 0,2% de la población infantil que se registraba en el país para esa fecha.
Una cifra no tan elevada, pero sí muy significante.


Sin embargo, ahí no termina la historia de Jorge, ya que, desde esa oscura noche del año 2002, cuando él llegó a El Bagre, su vida cambió para siempre. No sólo llegó a un pueblo lleno de violencia, sino que también empezó a hacerse a la idea de que trabajando con la coca podría conseguir todos los lujos que merecía. Esta idea fue adquirida gracias al ejemplo que le dieron los hijos de Marta.

Nuevos rumbos


Jorge sólo alcanzó a trabajar 2 años con la siembra ilegal de coca, ya que la guerrilla había invadido el pueblo y querían llevárselo a formar parte de sus filas. A pesar de esto, él logró volver a escapar y se estableció en un pueblo cercano llamado Zaragoza.


En el nuevo sitio, el joven de 15 años empezó con su propio cultivo, a labrar la tierra por su cuenta como lo habían enseñado. Fueron cinco años de arduo trabajo, sin interrupciones, en los que Jorge no podía con tanta felicidad: finalmente sus planes le estaban saliendo como los había imaginado. Tenía nuevos amigos, mucho dinero en sus bolsillos para gastar y una buena vida por delante.


Opuesto a esto, mientras Jorge conseguía dinero trabajando con la coca, Carlos, a sus 15 años, sólo recibía maltratos y responsabilidades que no se le debían confiar a un menor. Según cuenta Carlos, él se vio obligado a matar a su mejor amigo por órdenes de su comandante, para poder seguir viviendo. “Yo tuve que escoger, era la vida de él o la mía. No me quedó de otra”, explica Carlos con mucha ansiedad.


Una situación muy parecida la tuvo que pasar Jorge, porque la muerte tocó su puerta cuando un grupo de paramilitares lo confundieron a él y a su mejor amigo con  guerrilleros, y casi lo matan. Pero su amigo, César, no tuvo la misma suerte, ya que fue asesinado con tres impactos de bala en la cabeza y arrojado al monte para que se lo comieran los gallinazos, solo por haber hecho evidente su valentía frente a los hombres armados.


Así como César y el mejor amigo de Carlos, aproximadamente 218.094 personas han muerto a manos de los paramilitares, cifra que sacó el Centro Nacional de Memoria Histórica para explicar las estadísticas del conflicto armado colombiano.

Pero no todo fue turbulencias en la vida de estos dos personajes pues, después de un tiempo, lograron salir de tanta violencia y regresar con sus respectivas familias. Jorge volvió a Bogotá con su madre y hermanos, y Carlos regresó a su casa en el Magdalena con sus padres.


Según Mónica Mayorga, Subdirectora de Seguimiento de la Agencia para la Reincorporación y la Normalización, a finales de 2016 ya había 15.478 personas que completaron su proceso de reincorporación con el programa de la ARN. Aún existe un 54% de la población que ingresó en el programa de reintegración entre 2003 y 2008 que no han terminado su proceso. El 81% de estos militantes fueron hombres, de los cuales el 48% estuvo en las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia), el 43% en las Farc, el 9% en el Eln, y un 0,7% perteneció a otros grupos armados como el EPL (Ejército Popular de Liberación), ERG (Ejército Revolucionario Guevarista) o el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo).

El proceso de reintegración para Jorge y para Carlos sucedió de manera distinta. Por un lado, el panorama gris que representaba la vida de Jorge cambió drásticamente cuando él decidió servir al ejército colombiano. “La vida me cambió mucho. Después, cuando ya me fui para el ejército, fue diferente. Allá lo enseñan a uno a valorar las cosas, a cambiar esa mentalidad que uno tiene”, expresó recordando aquellas experiencias. En esos tiempos él se encontraba en Guasca, un pueblito del departamento de Cundinamarca, prestando su servicio militar cuando conoció a su actual esposa, una joven que en ese tiempo tenía 16 años, muy alegre y soñadora, como él la describe, que lo ha acompañado desde ese momento.


Por otro lado estaba Carlos. Él, que vivió de manera más profunda y directa el conflicto con los paramilitares, quedó con algunos problemas psicológicos, al contrario de Jorge que no aceptó tener ninguna consecuencia marcada. “La psicopatología más asociada con este trauma es el estrés. La víctima, debido a la situación traumática, produce altos niveles de ansiedad, que posteriormente se ve reflejada en ataques de pánico, trastorno de ansiedad por separación, o sueños y pesadillas recurrentes”, explicó Elías Geney, psicólogo clínico. Estos síntomas los reflejó Carlos de maneras distintas, expresándose inseguro, como si alguien viniera por él. En el momento de la entrevista movía mucho sus manos para explicarse y, a veces, tenía expresiones que denotaban culpabilidad y aflicción, como cuando fruncía muy fuerte el ceño.


Grandes finales

A pesar de que estas historias fueran diferentes, estas dos personas tuvieron experiencias muy similares que los llevaron a ser lo que son hoy en día. Actualmente, Carlos trabaja en un restaurante en el centro de Chía, Cundinamarca, lugar en el que decidió radicarse luego de su experiencia traumática. “Yo traté de seguir con mi vida allá con mis papás, pero siempre andaba inseguro por la calle, con la sensación de que me volverían a llevar. Por eso me fui”, concluyó Carlos con un mínimo vestigio de una sonrisa nerviosa en sus labios. Él, a sus 28 años, aún no ha formado una familia, pero dice que su trabajo, aunque humilde, lo anima a seguir adelante, porque allá puede servir a muchos que lo necesite, haciéndole sentir útil en la sociedad.


Por el contrario, Jorge López trabaja en una empresa en la que cultiva flores para ganarse su sustento y el de su familia. Sus hijas, Daliana de 5 años e Isabela de 3, son la luz de los ojos del hombre de 26 años, son el motor que le da a su vida mucho amor y esperanza en los tiempos difíciles. “Yo no quisiera que esto le pasara a más personas. Aunque el conseguir trabajo sea difícil, no busquemos el camino fácil”, termina Jorge con mucha ilusión enmarcada en su rostro y una tímida sonrisa.


No sólo Jorge y Carlos han tenido que pasar por esta situación, pues son miles de colombianos los que han presenciado el conflicto armado de maneras distintas y directas, ya sea como víctimas o como agresores forzosos. Y, a pesar de que muchos otros hayan seguido con una vida llena de violencia, no todos han querido seguir en este escenario, como se puede presenciar en las dos historias. Por dicha razón, no siempre el conflicto armado representa oscuridad y desesperanza para quienes lo experimentaron en carne propia. Siempre hay una luz que dirige el camino para aquellos que sufren.

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