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Entender para ver

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Kiana Valentina Cotacio Aguirre

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En tiempos de sobrecarga informativa y narrativas virales que condicionan los paradigmas de la época, urge formar individuos capaces de investigar, dudar y maravillarse con los misterios reales del universo.

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Gpointstudio vía Envato Elements

--Sinceramente, lo que me hace pensar que no hay habitantes en esta esfera es que me parece que ningún ser sensato estaría dispuesto a vivir aquí.


--Bueno --dijo Micromegas--, quizá los seres que la habitan no tienen sentido común.


Un extraterrestre a otro, al acercarse a la Tierra en 

Micromegas: una historia filosófica (1752), de Voltaire.


En una constante evolución del mundo y sus paradigmas se encuentra la necesidad colectiva de darle nombre a los eventos que marcan la experiencia humana para darle sentido a su progreso. Newton, en el siglo XVII, apostó por la idea de que el mundo funciona como un reloj, con un engranaje perfectamente acomodado para entender el universo desde el lenguaje matemático. Con la revolución industrial, se creía que funcionaba como una máquina de vapor, entendiéndose como algo que generaba energía pero, a diferencia de lo anterior, era caótico. Y hoy, en medio de la era digital, llega a entenderse como una simulación en la medida en que el universo es capaz de computarse a través de ceros (0) y unos (1).


El primer avistamiento de un supuesto platillo volador se dio en junio de 1947, cuando Kenneth Arnold, un piloto de avioneta norteamericano describió un evento de luces misteriosas en el cielo como "platillos lanzados contra el agua". Debido al manejo mediático, desde entonces se popularizó el término de “platillo volador” y más y más personas los vieron. Para esta instancia habría que preguntarnos si los platillos voladores han existido desde siempre. A fin de cuentas, hablamos de una civilización que “nos lleva siglos de ventaja tecnológica”. No es una idea descabellada. Desde la prehistoria, se han registrado avistamientos de cosas extrañas en el cielo (entiéndase el adjetivo amén de los conocimientos de cada época). Si los avistamientos de platillos voladores fueran una constante a lo largo de la historia, podríamos estar hablando de un genuino misterio que merecería toda nuestra atención. ¿Será posible?


En los diarios de viajes de Cristóbal Colón mientras descubría América se menciona que una noche él y su tripulación avistaron lo que fue denominado como “un maravilloso ramo de fuego que caía del cielo en la mar”; ningún hombre a bordo supo dar explicaciones. En el año 312, en el campo de batalla de una guerra religiosa, Constantino, el emperador, vio “una cruz de luz en el cielo” ¿Son estos dos ejemplos (y muchos otros), prueba de que extraterrestres visitan nuestro mundo desde hace siglos? La razón de que Colón viera un ramo de fuego, Constantino una cruz y Arnold un platillo volador no es que los aliens actualicen los modelos de sus naves, sencillamente es porque el fuego era la única fuente de luz manejable por los humanos en 1492, el emperador estaba por iniciar una batalla para defender el cristianismo y Arnold, bueno… se encontró con un mal periodista.


Avanzando por el tiempo y el espacio llegamos hasta hoy: somos afortunados de poder usar los lentes del futuro para ver el escenario con perspectiva. Los hechos y sus descripciones nos han revelado que los paradigmas se sesgan a las creencias del momento. Y no hay que ir mucho más allá para entender que no existe una forma de describir el mundo y su funcionamiento más que del modo en que se cree ciegamente. Creer ciegamente es lo que implica no ir más allá.


Al hombre de hoy, con más herramientas que el anterior, le sigue resultando fácil creer en lo que cree porque la sociedad le ha formado o porque el pensamiento colectivo, irónicamente, lo “lleva a destacar” frente al resto. Pero que no se mal entienda, tampoco se trata de defender un escepticismo extremo donde deba cerrarse la puerta a las creencias. Incluso Carl Sagan, reconocido divulgador científico, reconoció que sería un desperdicio de espacio si el universo, en su amplitud, no alberga vida más allá de la Tierra.


Si en lugar de un ramo de fuego o una cruz de luz Colón y Constantino hubiesen visto un platillo volador resultaría genuinamente interesante indagar sobre su existencia y darle un parte de credibilidad a sus avistamientos. Pero, por supuesto, como nos resulta difícil imaginar el avance que registrará la tecnología miles de años en el futuro, a estos les resultaba imposible dimensionar la cantidad de herramientas tecnológicas que a día de hoy poseemos y que pudo llegar a presentarles diversas justificaciones para lo que vieron. No es su culpa, por supuesto. Todos somos criaturas de nuestro tiempo. Pero, el hecho de que antes de 1947 no se hubieran visto platillos nos dice algo; las narrativas se enganchan a los sesgos y en una sociedad acostumbrada a no cuestionar el origen de sus relatos, las fantasías encuentran tierra fértil y con ellas llegan los recolectores más que dispuestos a lucrarse con ellas.


La falta de cuestionamiento sobre lo que se ve (o se cree) ha provocado una serie de creencias masificadas que limita nuestra visión del mundo y la resume a lo que netamente conocemos. De este modo, encontramos personas que, sin ninguna mala intención, creen en relatos fantásticos sobre abducciones, espíritus o seres interdimensionales que nos visitan. No se trata de ridiculizar las creencias de nadie. Si algo nos ha demostrado la historia es que, en ocasiones, el tiempo da la razón a las ideas más extrañas y ridiculizadas por la falta de visión. Lo que se pone en tela de juicio es el desprestigio de la ciencia y la falta de pensamiento crítico que atañe a la masa hoy en día. Es alarmante la cantidad de desinformación que se comparte ciegamente por redes sociales. Cientos de relatos falsos que buscan crear un misterio en el universo en el que vivimos o derrumbar datos reales vendiéndolos como un engaño de algún grupo élite que quiere mantenernos en la ignorancia. El problema no es creer; es no saber por qué se cree lo que se cree.


La mayoría de personas que creen en fantasías o conspiraciones no son gente tonta o malintencionada. Por el contrario, son hombres y mujeres curiosos, con genuinas ganas de aprender. Su único pecado es no saber usar de forma adecuada las herramientas que tienen al alcance de su mano para investigar, aprender y cuestionar. Se quedan con el primer relato fantasioso que haga un poco de sentido porque no saben ponerlo en tela de juicio, no tienen idea cómo ir más allá por su cuenta. Hemos creado seres humanos que no saben ser escépticos. Aprender a serlo nos abre los ojos a un verdadero universo de misterios en los que los datos y hechos son más reconfortantes que una narrativa exagerada. Aprendiendo a cuestionar nos damos cuenta de que el universo tiene maravillas suficientes sin tener que inventarlas.


Hemos dispuesto la ciencia como una secta de la que solo pueden ser parte los más iluminados. La mayoría de jóvenes y niños aprenden a odiarla en la escuela y a verla como un tema de nerds o bichos raros. Esta visión no solo es triste, también peligrosa. Si creamos una sociedad más interesada en fantasías inventadas que en maravillas reales, ¿cuántos verdaderos misterios se quedarán a la espera de ser encontrados? ¿Qué hombres y mujeres liderarán la búsqueda de un mejor modo de vida en el futuro? ¿Qué nos espera como especie si nos acostumbramos a inventar mentiras sobre nuestro propio ombligo y no a despegar la mirada a las estrellas?

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