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Hijos de la panela: una cultura que se extingue

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Juan Nicolás Barahona Espinosa, Comunicación Social y Periodismo

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Los lingotes de dulce que fueron el progreso de varias generaciones son ahora el sustento de unas pocas familias. Así es la crisis que enfrenta la industria panelera en materia de productividad y competitividad.

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Foto: Juan Nicolás Barahona Espinosa

No había salido el sol y Fabián ya estaba arriando las mulas. Afuera del trapiche, cuatro hombres subían los pesados bultos con panela sobre el lomo de los animales. Había dinamismo. Uno, dos pasos. Asegurar la enjalma. Ir hasta el suelo. Tensionar los músculos. Subir y amarrar la carga.

Aquella madrugada de sábado era de suma importancia para toda una familia, para todo un pueblo y para toda una región: era día de venta. El sudor, las pocas horas de sueño, las cortaduras provocadas por las hojas de caña y el esfuerzo de toda una semana cobrarían valor al vender cada producto en el mercado.

Fabián, para ese entonces un niño, veía cómo los obreros de la finca trabajaban al unísono, casi como autómatas. Eran liderados por su padre, un hombre activo, moreno y de bigote espeso, de esos que al estirar los brazos dan muestra de la fuerza que han ganado labrando el campo.

-Nos vamos- gritó Custodio, su padre.

Fabián corrió a su encuentro, aunque reprochando un poco. Quería ir solo, pero aún era muy joven. No tenía la experticia para enfrentarse al mercado en la época del auge panelero.

De un tirón lo subieron a la cruz del caballo, para así partir a tierras lejanas.

Diez mulas, cuatro personas y una esperanza salían juntos en caravana.

Eran los años 70 y el campo vivía una revolución impensada. La producción de panela en el occidente de Cundinamarca parecía imparable al ritmo de los motores de diésel. Del jugo dulce que dejaba el crujir de las cañas de azúcar se alimentaban los pueblos y las grandes ciudades, como también la ambición de los hombres.

La propagación de aquella planta permitió la formación de una industria, que se hizo próspera con la labor constante de los campesinos. Comunidades enteras, como Nocaima, Tobia o Quebradanegra crecieron y ganaron fama por ser excelentes procesadores de caña.

“La región ha sido perfecta para cultivar esta planta, especialmente por la fertilidad del suelo y el clima cálido.  La geografía irregular tampoco ha significado un problema para ella, pues se adapta muy bien a las superficies. Los territorios donde se da la caña de azúcar siempre han logrado un buen desarrollo, formando todo un modo de vida en torno a su producción”, explica Diana Vernot, socióloga, profesora de gastronomía y magister en Estudios Culturales.

El ahínco de los paneleros los llevó a consolidar poblaciones enteras, sin temor de levantar vías y casas a punta de machete, con el sol sobre sus espaldas. El trabajo produjo dinero, y el dinero, prosperidad. Se embellecieron las calles, se construyen prominentes plazas. Se abrieron colegios, se hicieron incontables bazares.

Las montañas de la región siempre están presentes ante la vista, y antes también lo estaban las fincas paneleras. Pero, de a poco, los trapiches han adoptado el mismo carácter de la neblina: ligeros, silenciosos y melancólicos sobre la superficie de los montes.

La bonanza panelera es cosa del pasado. Hoy, esa industria enfrenta una de sus más fuertes crisis. El consumo de panela por habitante se ha reducido en un 65 % en los últimos 2 años. De acuerdo con Javier Gómez, director nacional del Área Técnica de la Federación Nacional de Paneleros, hoy los colombianos solo consumen un aproximado de 18 kilos de este alimento, cifra que contrasta con los 35 que se alcanzaron entre el 2000 y el 2001. La demanda continúa bajando, afirma.

Persiste un problema con relación a los modos de producción y de comercialización de la panela: son informales y artesanales mayoritariamente.

Al respecto, William Higuera, ingeniero agrónomo y miembro del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) señaló: “Este es el punto más importante, porque toda la cadena para vender la panela y otros alimentos derivados de la caña necesita cumplir con los estándares de calidad que actualmente se exigen en el mercado. La industria panelera requiere renovarse, y eso es papel, tanto del Estado, de los campesinos y de las entidades que promueven la agricultura del país”.

Tras subir y bajar por las trochas, la hilera de mulas, con Custodio y Fabián al frente, desembocaron en una de las pocas vías pavimentadas de la región. El monte profundo y espeso quedaba atrás. Adelante se escuchaba el jolgorio del mercado de Villeta, capital del emporio panelero.

La plaza principal empezaba a ser un hervidero. Era media mañana, y en los locales ya se exponían las mercancías. Hombres y mujeres caminaban entre los bares, haciendo una antesala a la fiesta que tendría lugar al llegar la tarde. Como todos los días de mercado, los paneleros consumarían su semana de trabajo incansable con el vaivén de la parranda.

La venta de panela era una cosa compleja. No era solo vender por vender. Jugaba una cuestión de orgullo, de prevalencia y de poder.

Antes de que la energía se apoderara de la noche, el niño y su padre aceleraron el paso, y así también la caravana de mulas. El ferrocarril de Villeta, el punto más importante para comerciar la panela, era su lugar de destino. Los almacenes estaban atestados y el murmullo de la compra-venta replicaba el sonido de una colmena de abejas. Aumentaba el bochorno. Gritos, risas y cerveza, vallenatos y música mexicana sonaban de fondo.

Al llegar, uno de los obreros se llevó el caballo de Custodio, mientras los demás alistaban las cargas. Por su parte, Fabián arrió las mulas, una vez se emplazó el puesto y se acomodaron las panelas. Caminando entre la calle henchida de comercio, el niño no entendía de mercado y muy poco sobre dinero, pero dimensionaba su importancia: compradores, libreta en mano, señalaban los bloques que querían. En respuesta, hombres jóvenes, ayudantes de los más experimentados, se apresuraban por entregar el pedido. Ágilmente subían sobre los bultos al interior de los vehículos, o se los echaban al hombro tomándolos del lomo de las mulas.

“Esa no, está muy negra. Déjeme ver la otra…  No, no, esa no”. “¿Esta?”. “No, la que está arri... ¡Eeesa! ¡Sí, esa! Venga, venga, tráigala pa’ acá”, decía un hombre vestido de traje, con acento cachaco, de ciudad.

Para saber la calidad de la panela, simplemente se guiaba por la vista. No tomaba el producto como si fuera una joya o un diamante. Solo mirando el color (ni muy oscura ni muy clara) sabía qué tan buena era.

El hombre era un intermediario, pieza clave para la venta de panela. Como él, muchos iban y venían por la calle. Comúnmente cargaban un maletín con dinero en efectivo y eran acompañados por un ayudante. Vínculo entre el campesino y las cadenas comerciales, estos intermediarios eran ávidos para los negocios. Rondaban de pueblo en pueblo buscando los mejores productores. Y, por su conocimiento e influencia, eran quienes tenían la última palabra sobre los precios.

Tras amarrar las mulas, Fabián -que se sintió asombrado por la venta, por los hombres bebiendo y riendo, por las señoras pasando con canastos llenos de comida, por la forma en que trabajaban los jóvenes y por la energía radiante de la calle- volvió a donde su padre. Ya había pasado el mediodía.

- ¿A cómo vendió? - le preguntó a Custodio, que se movía con soltura ofreciendo y despachando su panela.

- A buen precio, mijo. Hoy vendemos toda la carga- le respondió. Era un gran día, como no lo fue siempre. El peligro de vender mucho, pero obtener poco siempre era constante (y aún lo es).

Lo que hacía dinámica la venta de panela, con los años, se convirtió en su condena. La industria presentó una especie de parálisis. En el caso del occidente cundinamarqués, la presencia de guerrillas y paramilitares, la falta de un mercado regional y nacional más fuerte, y el sube y baja de los precios de la panela fueron golpes de los que se recupera a duras penas.

Colombia quiere ser líder exportador de panela, para lo cual se han hecho campañas, proyectos e inversión.  Sin embargo, han sido esfuerzos insuficientes.


Darío Alfonso Velázquez, gerente de la Cadena de Producción de Café y de la Panela de la Secretaría de Agricultura de Cundinamarca, afirma que, si bien el Estado busca mejorar la industria panelera, hace falta mayor voluntad de cambio por parte de los campesinos. “El problema es que no han reinvertido correctamente sus ganancias tras las buenas épocas de venta y de producción. Mucha gente no repotencia ni mejora sus cultivos, aun cuando, como en el 2016, se superaron los 400 mil pesos por carga”.

En contraste, Alonso Barahona, panelero con más de cuarenta años de experiencia y uno de los intermediaros más prominentes de la región, señala que hoy las cosas no son tan favorables para los paneleros: “¿Qué oportunidad le queda a un campesino que vende una carga completa por menos de 140.000 pesos? Imagínese, eso es lo que van a ganar por el trabajo de todo un día. En promedio, en los trapiches trabajan 6 personas, si es que se quiere tener una buena producción. Y el sueldo más bajo para un obrero es de 25 mil pesos. Y a eso súmele los costos del empaquetado (800 pesos por caja) y por el almacenamiento de la panela. Al final no queda nada”.

El precio de la panela en el mercado varía entre los 4000 y los 1500 pesos.

Con la noche cercana, Fabián y Custodio regresaban con las mulas a la finca. Iban cansados, pero felices. La idea de que aquella bonanza acabara no pasaba por sus mentes. Ese dinamismo, para ellos, se avecinaba eterno.

Andaban despacio, sumiéndose en una oscuridad cada vez más profunda. La tranquilidad se posaba en sus almas. Sabían que a la familia no le faltaría nada y que la molienda continuaría.

Como el padre y el hijo, así mismo iban otros campesinos. Con su sombrero en la cabeza, entre la penumbra y el ruido de chicharras, con un orgullo profundo, a simple vista oculto, de su rol como cultivadores y procesadores de caña de azúcar.

Tras horas en el camino, llegaron a su finca, oculta entre el monte. La casa estaba iluminada por unas cuantas luces y del trapiche provenía el olor de la caña, suave, dulzón, omnipresente.

Padre e hijo llegaban rendidos. Ambos debían descansar. En la mañana siguiente el niño se levantaría a hacer sus deberes para la escuela; el padre, a preparar la molienda de la siguiente semana. Así seguiría el ciclo, hasta que las peripecias del destino (la violencia, el amor, los rumores de ciudad y de progreso) los separan de la caña.

Son incontables los pequeñuelos que, como Fabián, ayudaban a sus padres, ya fuera en la enramada, ya fuera en los cultivos, ya fuera en la molienda. Unos hacían de arrieros, como él aquella mañana. Otros debían cortar, cargar y organizar la caña, o alimentar a los animales, o acomodar los bloques de panela, o levantar el bagazo, o batir los jugos de caña en las calderas.

Simplemente no había otra opción, no había cómo decir que no. Se nacía rodeado de caña, se crecía junto a la caña y se vivía en función de la caña. La vida, en parte, era repetitiva.

Después de medio siglo, los trapiches siguen siendo los mismos y se aplican los mismos métodos de producción. Las mulas aún esperan a ser cargadas con panela. El trabajo de los obreros no ha cambiado en absoluto, pero cuando no hay ganancias, como está sucediendo en el occidente de Cundinamarca, se afecta toda la cadena de producción y comercialización de este alimento. Y el que más sufre, como siempre, es el campesino que trabaja día a día y casi sin descanso, despierto desde las cuatro de la mañana hasta bien entrada la noche.


Se duplican los esfuerzos, se buscan mejorías, pero no dan abasto. Las manos que cortaban caña y se echaban las cargas al hombro han envejecido. Y aquellos que les seguían en la línea no continuaron con su legado campesino. Ahora son cada vez menos los jóvenes que trabajan en los campos.

Los padres, en repetidos casos, querían un futuro distinto para sus hijos. El esfuerzo en la molienda les gustaba, pero sabían que era demasiado desgastante. “Se merecen una mejor vida”, era el pensamiento recurrente, abonado por las dificultades que, tras la bonanza, surgieron en la zona. Las guerrillas llegaron a sus campos. Luego fueron perseguidos por los paramilitares. Entre la lucha, como siempre, quien más sufrió fue la población civil.

Y que no se olvide el fulgor en la ciudad. Cansados de la zozobra del conflicto, atraídos por el exotismo de la capital, interesados por vivir una nueva realidad, finalmente, muchos decidieron dejar el campo atrás.

Ahora solo es cuestión de tiempo, si no hay cambio alguno, para que los sonidos de la molienda ya no surquen por los montes calurosos. Sin la producción, parte de la vida en las veredas perderá su encanto. El silencio de los trapiches y el adiós de los hijos de la panela dejarán al ambiente a merced de la soledad.

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