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La gastronomía gris de una ‘potencia cultural’

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Laura Angélica Lenis Llano, estudiante de Comunicación Social y Periodismo

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El Septimazo en Bogotá es un paso peatonal donde se vende comida de todo tipo. Para los extranjeros es una maravilla; para los vendedores, una ruta carente de apoyo gubernamental.

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Laura Angélica Lenis

16 de abril. Edgar salinas, chicharronero por 32 años, cortando una porción de $5.000 en la séptima con 13.

Bajo el manto de polisombras del Palacio de Justicia se alza el Septimazo. Compuesto por poco más de 16 cuadras de recorrido por la que algún día fue la Calle Real de la Santa Fe religiosa del siglo XVI. Ahora es un sendero de todos y de nadie, de vistas culturales y ceguera estatal, de alimento para la pobreza y para el público.


En 2012, la lucha de la Séptima por conservarse como un sendero peatonal fue determinada victoriosa por el —en ese entonces— alcalde Gustavo Petro. Con más de 72 mil millones de pesos se dio por iniciado uno de los proyectos más importantes para Bogotá. Siete años después, el cúmulo turístico y de comercio informal más grande de la ciudad estaría terminado.


Adolfo Páez es un vendedor ubicado en la calle 21. En ocho meses cumplirá 14 años trabajando al servicio de los transeúntes en un quiosco dispuesto por la Alcaldía, pero también en su rebusque informal de alquiler de tableros de ajedrez y mesas para jugar. Cuando voy a la mitad de la pregunta acerca del proceso de renovación del Septimazo, me interrumpe. —¡Pere, pere, es que hay una cosa! Lo que pasa es que como usted es joven, usted nació hace poquito, no sabe—, hace una pausa y deja de prestarme atención para llevar un tinto a las mesas.


Le pregunto qué es lo que no sé; no me responde exactamente, pero me mira con angustia e incomprensión. En un lugar donde ni un segundo se escapa del ruido creciente de los vendedores y visitantes, el silencio de Adolfo me dice más de lo que puede expresar con palabras. No sé, aunque lo intente, lo que ha sufrido alguien que lleva trabajando más de diez años en una carrera que da de lo que —muchas veces— no tiene. No sé lo que ha visto porque no estoy todo el día en el Septimazo y no sé lo que ha vivido y superado para seguir sonriendo cuando una persona —joven e inexperta como yo— se interesa realmente por escucharlo.


La Carrera Séptima está rodeada de un gris uniformemente distribuido en bloques de cemento —edificios— de distintas alturas y antigüedad. El color crema o amarillo claro se reserva para estructuras alimentadas con dinero: la Catedral Primada de Colombia, el Palacio de Justicia, el Museo de Llorente. Quienes invaden la vía pública no tienen derecho a este paisaje; por lo que ofrecen sus productos en un ordenado tumulto sucio, limitado, gris.


Sobre el costado derecho, en sentido sur-norte de la Carrera Séptima, me encuentro a Miguel Roa. Podría ser fácilmente descrito por Páez como otro ‘que no sabe’. Lleva en Colombia dos meses y vende Shawarmas, una mezcla a la brasa de pollo y carne, lechuga, tomate y salsas mixtas envuelta en una tortilla de pan árabe. Asegura que le ha ido bien, que nunca pensó que saldría de Venezuela y que si pudiera decirles algo a los colombianos sería “Dios los bendiga”.


Miguel fue bendecido con no sufrir la incertidumbre de ver su medio intangible de trabajo—una calle— inestable entre la construcción de una nueva calzada de Transmilenio, un corredor ambiental de transporte u otro medio para seguir repellando el sustento diario. —Todo eso se llenó de polvo, de huecos, nos sacaron de acá, me mandaron pa’ otro lado, después volví […], pero me quitaron de acá como por tres meses—, detalla Adolfo Páez cuando regresa de su pausa.


En un país en el que el 31,3% de personas sufre de hambre, se vende comida. “Yo hubiera quedado muerto [si hubiesen implementado el acceso vehicular en la Séptima]”, me dice mientras despacha un cigarrillo y un dulce de cien pesos. En el módulo 007 – lado A de una caseta casi plana de aluminio dispuesta con un cubículo igual en la parte de atrás – trabaja Adolfo. Su afición es el ajedrez, pero lo que menos le da de comer al país es su Hobbie.


La alternativa de formalidad propuesta por la Alcaldía, de la mano del Instituto para la Economía Social (IPES), cuesta de 17 a 20 mil pesos al mes, a modo de membresía de los plateados puestos urbanos. Eso si no le toca a la persona —como es el caso de Estela Galindo— pagar la lujosa cuota de 200 mil pesos a Promoambiental Distrito. La empresa de limpieza exime al vendedor del arriendo mensual a cambio de ésta ‘módica’ suma, recargable al recibo de la energía por el concepto de limpieza al espacio público.


Un olor salado interrumpe el penetrante dulzor de los fluidos corporales que se rehúsan a abandonar las paredes de la Iglesia de San Francisco, en la Avenida Jiménez con Séptima. Pese a los elevados costos y los esfuerzos de los funcionarios de uniforme verde patrocinados por el distrito para limpiar; la masa tiene un olor característico que no se borra ni con lejía ni con años de olvido.


Yazmin Pineda es de Ibagué, y vive en Bogotá hace más de diez años junto a su esposo, Diego, y sus hijas, Alejandra y Luisa. Es una visitante conmovida por la cultura, los dulces, la caña de azúcar y las frutas del Septimazo, pero no se atreve a comprar algo que tenga mucho proceso para ser terminado porque no lo ve higiénico. Tal vez la mezcla de la vista gris con el olor nauseabundo de la marihuana no le permite desear más que los sabores tropicales de un mango biche o un jugo de mandarina. “De pronto la fruta o de pronto un juguito, […] pero ya la comida más elaborada, digamos un perro, una hamburguesa, algo así, me gusta —nos gusta—, pero somos muy reacios a probar eso cuando vemos el lugar”.


Decidí caminar hacia la torre Colpatria. A medida que el tumulto disminuía, vi un carrito de metal con una estructura de madera encima; lo que comúnmente se conoce como trapiche. Víctor Castrillón me explicó que es una estructura de piñones de madera que muelen la caña fresca para convertirla en jugo. Desde Mesitas del Colegio viene un producto codiciado en el Valle del Cauca del que se extrae dulce, melcocha, bocadillo, insumo para aguardiente o ron, panela y —por supuesto— azúcar. También jugo fresco de caña y guarapo, me explica Víctor mientras extrae un vaso para dármelo a cambio de 2 mil pesos. La caña dura fresca seis días; a los ocho, cuando ya está fermentado el líquido en su interior, se muele pasa sacar guarapo, que es un 20% más caro que el jugo.


La bebida sabe a la frescura clorofílica de una planta cruda, pero con muchísimo dulce. Le agradezco al hombre y continúo caminando por la calle 19. Veo, mientras tanto, un grupo de personas jóvenes entrando a un local de BBC. Me imagino que buscan disfrutar de un licor fermentado tradicional colombiano de la licorería insignia de la capital: Bogotá Beer Company. Sigo tomando mi jugo de caña. Con más años y menos inercia local podría ser reconocido también como una bebida insignia.


En la calle 24, frente a la torre que desde 1980 ve a Bogotá desde arriba, está Paola Uribe. A pocas cuadras del Planetario de Bogotá es común ver una caravana completa de puestos de hamburguesas y perros calientes. Paola afirma que cada vendedor se acomoda donde quiera, donde le convenga más vender su producto; respetando, por supuesto, la antigüedad de quienes llegaron antes. La calle tiene su importancia, la comida —para los vendedores— también. Paola trabaja con su abuelita desde 2018, para ese año aún no habían terminado todo el tramo peatonal del Septimazo. —Los puestos se corrían […] fue muy complicado por los olores, porque salía mucho animal, ratones y todo eso—, menciona mientras raspa la plancha donde asa la carne.


Luego de la tormenta, viene la calma, pero también vientos nuevos que se acrecientan antes de volverse otra tormenta. Es por eso que, tras esperar siete años para que la renovación terminara —y cuando se creía que el porvenir comercial sería mejor— llegó una pandemia. Para los vendedores, el Gobierno Distrital no da soluciones. “No dicen: vamos a acomodarlos en tal lado y si dicen eso, sería en un lado donde no abunda gente. Donde uno no vendería”.


Durante la inactividad, Paola no pudo sacar su puesto. Ella y su familia se fueron para donde unos familiares que tenían casa propia y que les solventaron hasta la falta de comida. La misma que venden y la que no tuvieron por más de un año. —Nada volvió a ser como antes, antes las ventas eran mucho mejores que después de eso [la pandemia]. Además, ahorita todo está más caro. Entonces para vender no se gana lo que se ganaba hace un tiempo y la gente no paga lo que uno está pidiendo—, reitera Paola.


Según informes del IPES, en 2020 —como parte del Sistema Distrital de Bogotá Solidaria en Casa— se facilitaron 308 quioscos dobles, o sea 616 módulos. Además de 42 módulos individuales en 11 localidades de la capital, 85 módulos en cuatro estaciones de Transmilenio (incluida Las Aguas) y 343 triciclos ubicables en las 20 localidades de Bogotá; todo esto para atender la contingencia sanitaria del covid-19 que afectó mayoritariamente a los trabajadores informales. Sin embargo, para ese mismo año, el gremio llegó a la cifra de 86.946 personas, por lo que —suponiendo que todas las ayudas fueran tomadas— 86.196 vendedores no tuvieron acceso a este aliciente.


Debido a esto, luego de casi dos años de inactividad, bajas en las ventas y momentos de necesidad dignos de la narración de un viacrucis, Adolfo Páez, Alirio García, Arístides Ventura, Flor Rodríguez, Franklin Cisneros, José Colmenares, Luis Carlos Perdomo, Miguel Roa, José Flores, Paola Uribe, Rigo Olivares y Edgar Salinas se alzan de nuevo en la Carrera Séptima. Se arman de valor y constancia para seguir con su labor. Algunos porque es lo único que pueden hacer y otros, como Edgar, porque les gusta, les da la libertad de manejar su tiempo como mejor les parezca.


Con una voz alegremente parlanchina, Edgar Salinas me cuenta que lleva 32 años vendiendo chicharrón. En la Séptima lleva tres porque con las reparaciones, los impedimentos oficiales para vender y la disminución en el flujo de personas, le resulta más viable explorar otras zonas.


Me cuenta que compra su materia prima —el tocino— en el matadero de Guadalupe, en la autopista sur con calle 66. Sazona la carne, en su casa en el barrio Santa Fe, con naranja, limón, mandarina, ajo, cebolla y sal. Guarda su producto en una nevera y sale de su casa a la calle décima con carrera décima; llega a las diez de la mañana. A la Séptima llega a la una de la tarde y se va cinco horas después. El día domingo vende casi medio salario mínimo —unos 500 mil pesos—, Edgar estima que el 65% de sus clientes es extranjero, sobre todo no latinos.


Aubriaunna Stafford es una turista estadounidense —de Nuevo México—. En sus dos días de visita en Bogotá fue cautivada por los aromas nuevos de la Carrera Séptima, sobre todo por los productos del gremio de Edgar, por el chicharrón que compró cerca al ‘Parlamento’ —la Plaza de Bolívar—. Le sigue la fruta, me dijo «Colombia taste fruity». Un vaso de mango podría costarle a Aubriaunna 81 centavos de dólar —unos tres mil pesos colombianos— y una libra del mismo ejemplar, pero maduro, un dólar y 61 centavos —seis mil pesos—.


95.787 personas visitaron Colombia en el primer trimestre del año pasado, durante los primeros pilotos de reactivación económica. Ole Blank es un alemán que disfruta —también— del chicharrón y me dice emocionado que le encanta Colombia: la potencia cultural de Latinoamérica. Proceso las palabras de felicidad de alguien que, por primera vez, ve mi ciudad. Al son de ‘lástima que seas ajena’, del ya fallecido Vicente Fernández, me devuelvo en mis pasos hasta la plaza de Bolívar pensando en que la alegría de unos es la desdicha de otros.


A mi derecha veo a un hombre vendiendo almuerzos en un carro rojo de varillas metálicas, como los de hacer mercado en las plazas. Le pregunto el precio: $3.500, le pregunto su nombre y responde —Vea, yo se lo dejo a 3 mil con arroz, principio y jugo—. Le agradezco y sigo caminando bajo una incipiente lluvia que para mí representa regresar a mi apartamento, al norte de la ciudad; para los vendedores ambulantes de la Séptima, su mayor enemigo. Incluso más que la policía —que empieza a despachar a los vendedores a las 6:30 p. m. — y la inminente formalización dispuesta por la cabeza de la Alcaldía, Claudia López de lo que —en las calles de Bogotá— no se puede formalizar.


Bajo las —ahora húmedas— polisombras, cientos de sombrillas de colores se apretujan para escampar la comida de la Calle Real. Otros cientos de transeúntes corren a comprar algo para comer mientras cesa la inclemencia de un cielo gris, como los edificios. Dejan en las manos sucias, callosas por el trabajo, dos mil pesos. Bajo los nubarrones capitalinos se oculta el realismo mágico —más bien irónico— del país “próspero y justo que soñamos”, del país que soñaba el visionario de Macondo.

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