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Recuerdos móviles: los días en la frontera

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Natalia Toscano Jaime

Fecha:

Esta es la historia de tres mujeres que nacieron en la frontera colombovenezolana y que tuvieron que migrar a un país externo. En un viaje por su infancia y adolescencia se muestran cómo se transformaron ambos países y el impacto moral e incluso físico que generaron en ellas las decisiones políticas de las últimas décadas.

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Foto:
Puente de la frontera colombo venezolana en acuarela. Realizado con la inteligencia artificial Dall-e

"Y si un día tengo que naufragar 

Y el tifón rompe mis velas 

Enterrad mi cuerpo cerca del mar 

En Venezuela."


Pablo Herrero y José Luis Armenteros, Venezuela (1980).



La vida se trata de recuerdos, tristes, felices o dolorosos. Los recuerdos componen al ser humano y marcan el camino invisible que seguirá recorriendo a lo largo de su vida. Son pactos tácitos con nuestra propia memoria y los sujetos que aparecen en ella, porque se promete, en el fondo, no olvidarlos.


Se atesoran con cariño. Son lo que fue y ya no será. En mi caso, es la imagen vívida del lugar en el que nací y crecí: Cúcuta. Es el amor de mi familia. Es la mantequilla Mavesa, la bebida achocolatada Toddy y la harina P.A.N. Son los juegos de barrio, las visitas y las vacaciones en playas de ensueño. Sin embargo, son también puentes rotos, promesas incumplidas, despedidas e, incluso, muertes que traen consigo el ejercicio de vivir en la frontera.


Como yo, Alejandra Guzmán y Laura Tocaría nacieron en la frontera, pero del otro lado, el de Venezuela. Y guardan con anhelo sus recuerdos, pues saben que las memorias son las únicas que ni un presidente, un gobierno en crisis o miles de pasos al exterior les van a poder quitar.

Esta es la historia de tres mujeres, dos países y un mismo puente.


El lado B


Me crie en una ciudad pequeña al noroeste de Colombia, en Cúcuta, Norte de Santander. Lamentablemente, no teníamos un mar que visitar cada fin de semana ni éramos la capital, con lo que eso significa en un país centralizado como el nuestro. Sin embargo, teníamos algo que el resto no: éramos frontera con Venezuela.


Y hablo en plural, como “nosotros”, pues es algo que solo los que vivimos allá entendemos. El silencioso acuerdo de ayudarnos con el país vecino a mejorar la economía, instituciones, entretenimiento y calidad de vida en general. Un acuerdo que, en principio, ninguno esperaba que algún día fuera a romperse.


Al ser una ciudad fronteriza teníamos ventajas y desventajas. La cantidad de productos importados era inimaginable. Gozábamos de un dutty free y tanqueábamos en cualquier esquina por menos de 20.000 pesos. Podíamos estar en San Antonio del Táchira (ciudad de Venezuela) en menos de 15 minutos con solo el pasaporte.  Pero en Cúcuta no solo yacía la memoria de una frontera a punto de desarrollarse, sino la de una frontera sombría, de contrabando y extorsión impulsada por la llegada de un nuevo gobierno junto a sus ideales.


La transición que supuso fue evidente. Recuerdo dejar de ver a mi tía en San Antonio y no poder acompañarla cuando tuvo complicaciones de salud, a pesar de que ella siempre me acompañó a mí. Recuerdo el cambio en las horas de regreso establecidas por mi mamá, pues le daba miedo que estuviéramos solas en la noche. Recuerdo las excusas de la Guardia Nacional Bolivariana para intentar sobornarnos. Recuerdo las armas que llevaban en las manos. Recuerdo no cuestionar nada. Recuerdo las largas filas para conseguir un producto de básica necesidad.  Y, a pesar de todo esto, recuerdo querer que esas imágenes nunca se convirtieran en un recuerdo.


Antaño


Los días en Venezuela eran prósperos. Laura y Alejandra, en Barinas y San Cristóbal, respectivamente, vivían en lo que se podría denominar un Disney Latinoamericano.

Laura viajaba cada año a Estados Unidos. La “Comisión de Administración de Divisas”, más conocida como Cadivi, permitía controlar el cambio monetario de tasa fija en Venezuela. A los ciudadanos se les daba un cupo de hasta 5.000 dólares anuales para retirar en el exterior, lo que facilitaba sus constantes visitas al norte con el que mantenían buenos términos. Este factor se convirtió en lo que ellos llamaban un “regalo” pues la moneda verde era tratada como tal.


Alejandra, en cambio, viajaba constantemente dentro del país a las playas más lindas que hubiera visto. Estas la acompañaron a crecer, le brindaron oportunidades y les tenía un amor profundo. El turismo, la economía, los paisajes y la cultura estaba en su mejor momento.


Sus familias visitaban cada día los supermercados blancos, limpios, ordenados y abundantes para comprar alimentos al por mayor, además de productos de aseo personal. Carritos de mercado llenos, artículos a precios mínimos y hogares tranquilos conformaban el retrato de una distante Venezuela.


La “situación”


La “situación” en la que cayó Venezuela, sin embargo, se venía construyendo desde hacía ya unos años. Es en 1998, ad portas del cambio de régimen en el Palacio Miraflores, cuando los colegios, universidades, hogares y empresas presenciaron una metamorfosis encubierta dentro del país.

Principalmente, los cambios empezaron con la educación:


  • La mayoría de las escuelas privadas ahora eran públicas.

  • Los libros que se repartían en colegios eran estudios de Ciencias Sociales desde la perspectiva del Estado. Las imágenes de Simón Bolívar, el Che Guevara y Hugo Chávez eran recurrentes en las portadas.

  • Se instauró el Proyecto Canaima Educativo, resultado de acuerdos entre el gobierno de Portugal y Venezuela que permitían a niños de varios colegios el acceso a la tecnología. El propósito al inicio debe resaltarse como bueno y después de un tiempo perdió su fuerza.


A la educación le siguió la desestabilización. Ese factor sí que vino en todos los niveles posibles, desde una crisis económica hasta de seguridad nacional. Y aunque el país lo sabía, no lo comentaba. Como si no hablar de ello permitiera que el problema se esfumara.


La democracia es lo último que se pierde… ¿O era la esperanza?


Las cosas habían cambiado drásticamente. Los apagones se hicieron recurrentes, y, de manera sistemática, empezaron a haber saqueos, discusiones y enfrentamientos.


Ya no solo se trataba de gritos, sino robos a supermercados, peleas entre familiares y, en última, de allanamientos a propiedades. Aunque al principio solo era un rumor, empezaron a verse grupos de personas usurpando conjuntos privados. Esa vez, Laura supo que su papá tenía una escopeta y que hacían rondas entre los hombres para protegerse. Las 8 en punto de la noche se convirtió en la hora para rezar, con cánticos de fondo pedían a la Virgen María que, por fin, les realizara un milagro.


Alejandra le vivió incluso más de cerca. Su mamá había vendido la casa en la que estaban para mudarse a un estado más tranquilo. Sin embargo, no pudieron trasladarse. Cuando llegó el día de la mudanza la entrada a la ciudad estaba cerrada con bloques picados y barriles de gas. Las guarimbas, grupos de personas en oposición al gobierno, formaban barricadas en las calles mientras protestaban por falta de seguridad, luz, agua y comida.  No pudieron mudarse, y el dinero de la venta de la casa debieron utilizarlo para comprar fardos de comida en la frontera a precios estrafalarios.


Según investigaciones de la Misión internacional independiente de determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela (MIIV), el Estado venezolano reprimía las disidencias del país a través de servicios de inteligencia y sus propios agentes, lo que generaba graves delitos de derechos humanos que incluían torturas y violaciones.


No había comida, la luz se iba seguido, no podían estudiar ni había garantías. Cada día aparecían más personas muertas. Algunas por inanición, otras por protestas violentas a mano del Estado.  En ese momento, ambas se dieron cuenta de que lo primero que se perdía era la democracia. Es más, ya estaba perdida.


Wanda


Supe que la situación se estaba tornando tensa cuando sucedió lo de Wanda. Ni mis compañeras de colegio ni yo podemos darle nombre aún y, mucho menos, mencionar este acontecimiento.


Era un día caluroso, como se acostumbraba a sentir Cúcuta. Treinta y dos grados de sudor y aire imposible de inhalar.  La semana siguiente teníamos una presentación cultural. Wanda nos iba a maquillar. Siempre nos maquillaba a todas y nos encantaba cómo la hacía. Cada una había hecho su cita para el mismo día en diferente horario, y lo único que podíamos pensar era en el evento. Sin embargo, debíamos prestar atención, estábamos en clase de Física. Mientras el profesor hablaba de termodinámica, escuché el grito de una de mis compañeras:


- ¡Le pasó algo a Wanda!


Sabíamos que iba a aumentarse el busto en San Antonio. Pero iba a volver. Nunca regresó. Wanda murió. En medio de la cirugía, se fue la luz. Ni el médico ni la enfermera reaccionaron. La dejaron en el quirófano, y a las horas su familia se enteró. Ese día ninguna prestó atención a la clase de Física.


Debajo del puente no se ven las aguas negras


Antes, ir a Venezuela significaba el paso de un puente. Un puente que representaba unión, integridad y colaboración. No uno roto. Desgastado por el paso del hambre, de la pobreza y la miseria.


En un contexto más amable la única preocupación era elegir cuál era más adecuado para cruzar: el Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander o el de Tienditas. Y, en menos de 15 minutos, estábamos en territorio internacional. Pero, durante siete años, no fue posible. Siete años en los que sucedieron muchas cosas, incluso una pandemia.


La pandemia terminó de fracturar las fronteras y líneas invisibles que separaban familias, amistades, relaciones y gobiernos. Aunque seguíamos pasando por los puentes, solo se podía a pie. Las instrucciones eran específicas: mercados pequeños, ropa ligera y cosas sencillas. No se aceptaba nada más. Ni siquiera medicamentos o artículos de básica necesidad. Por eso, había que buscar un mecanismo diferente en el que pudieran pasar de un lado a otro sin requisas o extorsiones. El problema es que ese mecanismo no existía.


La trocha fue la solución. Al igual que los disparos, saqueos, vacunas y cuerpos al lado del río. ¿Era peligroso?, sí. ¿Necesario?, también. No tenían otra opción.


Hombres armados, a los que no se les daba un nombre en específico, cuidaban la zona. Laura pasaba por puentes de tablas que se me movían de lado a lado. Si no pasabas, ellos te hacían pasar. Alejandra, en cambio, caminaba por campos abiertos con una ruta trazada en la que al final de recorrido podía leerse: “prohibido el uso del celular”. Atrás, se escuchaban amenazas de esas personas diciendo: “solo mire pa’ abajo”. Así era el nuevo recorrido al que nos acostumbramos. No era agradable, solo necesario.


Se hace camino al andar


De esta forma terminó la Venezuela que todos conocíamos y, con ella, la frontera. Una frontera con sueños y esperanzas que aún espera cumplir. Con grietas remendadas a punta de curitas invisibles. Con muertes contadas como cifras. Con negligencia institucional. Con falta de garantías de Derechos Humanos. Con gobiernos orgullosos al servicio de sí mismos. Con el peso en la espada de lo que éramos y pudimos llegar a ser.


Aunque ya no son los mismos días prósperos de antes, en nuestra memoria queda lo que vivimos y nadie nos va a poder quitar. Este es el retrato de una frontera en busca de un propósito. Es la historia de Laura, Alejandra y mía. Al igual que la de 2.48 millones de venezolanos que cruzaron un puente hacia Colombia con la promesa de una vida diferente.


El camino no es claro, mucho menos sencillo. Pero sobre cualquier historia contada y por contar prevalece el sendero que enmarcó los recuerdos de miles de personas representadas en los testimonios de tres mujeres, dos países y un mismo puente.


Una versión de este trabajo fue publicada en alianza con Europa Press el 26 de julio del 2023. Consúltala aquí.

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