Un Arhuaco en Bogotá
Camila Lian Martínez, Comunicación Social y Periodismo
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Los retos de Diomedes Izquierdo, el indígena Arhuaco de 26 años que llegó a Bogotá, ciudad ruidosa, moderna y costosa, a estudiar arqueología.
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Eran las 8:10 de la mañana, bajo el sol candente, Diomedes caminaba con despreocupación por uno de los barrios más violentos de la capital. Vestía su traje típico, pantalón blanco, manta de lana de oveja, mochila terciada, y el tutusoma, estaba estrenando unos zapatos nuevos de gamuza que se había comprado hace unos días. Iba retrasado para su clase de Arqueología preventiva a las 8:00 a. m. en la sede central de la Universidad del Externado, se había despertado tarde y no había desayunado. Nuestro primer encuentro fue en la circunvalar en el barrio Egipto, estaba con Adrián, otro Arhuaco, su compañero desde el primer día que ingresó a la carrera. Mientras se alejaban para entrar a clase, Sara Acosta, una de sus amigas, bromeando, me dijo: “yo soy la esposa de Diomedes, según él, me compró con 14 cabras y no sé cuántas chagras”.
A las 10 de la mañana tenía su siguiente clase, Principios de geoarqueología en el edificio R. Llegó tarde. La maestra Elizabeth Cortés les pidió a los alumnos los registros de la salida de campo para Yopal que tenían en dos días. Diomedes fue el primero en entregar este formulario, de hecho, llevó uno de sobra y lo ofreció a sus otros compañeros. Después de recibir los formularios, Elizabeth, quien es la encargada de esta salida, les dijo que fueran a una ferretería a comprar palustres porque en la facultad no había suficientes para cada uno de ellos. Diomedes se preocupó.
El papá de Diomedes, que vive en la Sierra Nevada de Santa Marta, aún no le había consignado, sin embargo, tenía algunos ahorros para pagar el palustre y el pasaje para el viaje en bus a Yopal. En el camino a la ferretería, todos iban hablando de la salida de campo, del trabajo y sobre todo del trago que iban a ingerir. “Vas a ver para qué está hecho el hígado mío, para ingerir licores”, le dijo Diomedes a Daniela Sabogal, una de sus compañeras. A donde íbamos, Diomedes conocía a alguien. “¡Diomedes!”, le gritaban cuando lo veían pasar, él se acercaba, los saludaba y hablaba con ellos. “Diome habla con todo el mundo, siempre que salimos a caminar por el centro se encuentra a alguien”, dijo Sara. “Él no conoce, a él lo conocen”, agrega Daniela.
En nuestro recorrido por a Candelaria le pregunté a Diomedes por la carrera que estaba estudiando, él explicó que lo llamaron un día y él estaba en la Sierra con su familia. Era la Universidad del Externado para ofrecerle una beca del 50% para estudiar arqueología. Fue cuestión de dos días para que Diomedes viajara a Bogotá a iniciar lo que hoy es su vida. “Yo quería estudiar otra vaina”, me dijo. Su sueño era estudiar ingeniería agrónoma, pues veía que esta podría brindarle bases para ayudar a su comunidad, además, le gustan las matemáticas.
—¿Eres pilo? —le pregunté
—No. - Respondió. Hizo una pausa—bueno, a veces.
Cuando llegamos a la ferretería, preguntó por el palustre, nos llevaron atrás, donde estaba un profesor italiano de la facultad explicándole al ferretero cómo afilar el palustre. El profesor les dijo a los estudiantes bromeando: “El palustre es para matar las serpientes que nos encontremos, no para trabajar”. Todos, menos Diomedes, se rieron.
Once mil pesos le prestaron para comprar el palustre. Mientras pagaban, Adrián vio en la entrada una báscula típica de los 70’s, le rogó a Sara que se pesara, insertó una moneda de 200 y Sara se subió. Diomedes fue el último en pesarse, se montó y la báscula marcó 65 kg. “Estoy llenito”, dijo riéndose. Cuando se bajó de la balanza me dijo: “Vamo’, pésate tú, debes pesar como unos 70 kg”. Metí la panza lo más que pude, actué como si fuera la persona más liviana, me subí a la temida báscula y marcó 12 kilos menos de los que Diomedes me había puesto.
Salimos de la ferretería, “dígale (a la profesora) que me quedé arreglando los palustres”, le dijo a Sara mientras bajaba a la séptima para sacar plata. En el camino, Sara y Daniela me señalaron a una niña, tenía gafas, una trenza y estaba vestida con ropa deportiva. “Ella es una de las muchas pretendientes de Diomedes, acá muchas se le lanzan”, explicó Daniela. Esta niña no era la primera que ellas me presentaban. En nuestro recorrido por la universidad pude observar a más de 5 interesadas (muy interesadas) por Diomedes, quien con mucho cariño y respeto las acepta.
En Bogotá, según el Ministerio de Educación Nacional, hay aproximadamente 2.500 indígenas cursando carreras profesionales en las diversas universidades. La Universidad Externado es una de estas y actualmente cuenta con 60 indígenas de 28 comunidades en todos sus programas, Diomedes es uno de ellos. Para Elizabeth, una maestra bogotana, los primeros estudiantes indígenas a los cuales tuvo la oportunidad de enseñarle fueron Adrián y Diomedes. “El a veces por tomar del pelo no pone cuidado a las indicaciones que se les está diciendo”, señala. Recuerda que un día pidió un trabajo individual en el que debían desarrollar un texto, Adrián y Diomedes lo entregaron a mano. Mientras estaba leyendo los trabajos se dio cuenta de que había leído dos veces el mismo contenido, Diomedes entregó exactamente el mismo trabajo que Adrián, la misma letra, las mismas palabras, diferente nombre. “Él (Adrián) le hizo todo el trabajo, siempre protege a Diomedes, lo cuida mucho”, dijo Elizabeth. Mientras me comentaba su experiencia enseñándole a indígenas, resaltó su gran admiración por estas personas. “Ellos (los indígenas) son un tipo de estudiante con una mentalidad libre, sin ninguna atadura, tienen corazones que siempre buscan el bien”.
Ya era hora del almuerzo, salimos de la clase y entramos a un restaurante a una cuadra de la entrada principal de la universidad, este estaba repleto de estudiantes. Todos nos miraron cuando llegamos, Diomedes es una persona que no puede pasar desapercibida, por donde camina, siempre tiene a más de una persona viéndole. Cuando nos sentamos, vi cómo algunas personas murmuraron al verle. Es extraño para muchos ver a un indígena joven en la capital, estudiando y viviendo el día a día de un universitario. Le pregunté a Diomedes si le afectaba que lo vieran y hablaran a sus espaldas. Me dijo: “yo no vivo de lo que dicen de mí, lo que demuestran cuando hablan es que están vacíos por dentro”. Nos entregaron la carta del lugar, sándwich, crepes, pastas, lasañas y hamburguesas, eran los platos principales.
—Diome, ¿quieres lasaña? — le preguntó Sara
—¿Y eso qué es? — respondió
—¿A qué te suena?
— Cómo a un animalito, me suena a hormiguitas.
Después de que Sara le explicara qué es una lasaña, Diomedes dijo que no le había gustado la carta, pues no estaba acostumbrado a probar cosas nuevas. Los Arhuacos creen firmemente que la comida no se puede despreciar porque esta les reclama después, el alimento que tienen diariamente en sus mesas es un regalo y están agradecidos por él.
Salimos de este restaurante y fuimos al favorito de Diomedes, ubicado cerca de la Plaza Bolívar, en un segundo piso. Nos sentamos y el mesero nos ofreció dos platos: pollo a la plancha o bandeja paisa. Sara y yo pedimos pollo. Diomedes lo miró y le dijo, “lo de siempre, con sopa de arroz”. Lo de siempre era una bandeja paisa, sopa de arroz con leche y jugo de mora, todo esto a 9.000 pesos. Llegó la sopa de Diomedes, era blanca, tenía arroz y unos pedazos cafés que no descifré qué eran.
—¿Eso qué es? — le pregunté
— Es arroz con leche, es rica — dijo
—¿Es arroz con leche? — le preguntó Sara muy sorprendida. Era arroz con leche en sopa, es decir, el postre típico colombiano servido en un plato sopero como entrada antes de una bandeja paisa.
Mientras almorzamos, le pregunté por su nombre “Diomedes”. Me dijo que ese es el nombre que le había puesto un padre católico cuando lo bautizaron en la iglesia, este aparece en su cédula y registro de nacimiento. Pero su nombre real, dado por sus padres el día que nació, es Dwiarinmaku, que significa padre del día.
Hoy Diomedes ha abandonado muchas tradiciones que tenía, antes podía caminar 12 a 16 horas en la Sierra, yendo de cultivo en cultivo, visitando a sus amigos, a sus familiares y, principalmente, ayudando a su papá en el trabajo.
Actualmente Diomedes no camina más de 2 horas al día, almuerza siempre lo mismo, no cocina, no desayuna y puede gastarse 700.000 pesos en alcohol invitando a sus amigos en una fiesta. Pero a pesar de los cambios que ha tenido que implementar para acoplarse a Bogotá, su esencia permanece.
Ya eran las 3 de la tarde y nos encontrábamos en la esquina del restaurante donde almorzamos, era la hora de despedirnos. Desde el cielo salió un rayo de sol que iluminó a Diomedes, su traje blanco se tornó enceguecedor. Es verdad, hay personas que brillan con luz propia, Diomedes Izquierdo es una de esas, pues por donde va resplandece.